Ojitos separados
Cinco peniques de plata ofreció por ella el dueño del espectáculo, y sus padres adoptivos la entregaron gustosos. Era una criaturilla muy menudita y rara, parecía una caricatura caprichosa dibujada por la infantil mano de la naturaleza, llamaba la atención. Sus rasgos se trazaban dispares, a juego con sus proporciones imposibles. Quizás lo que más llamaba la atención de su carita eran aquellos ojos enanos y profundos como agujeros negros en la punta de dos alfileres. Estaban cada uno castigado en el confín de una de las esquinas, separados por un inmenso abismo de terciopelo que sólo se interrumpía con el suave pliegue de una nariz ancha y corta, igual que un botoncito. Como era muy pequeña su tierno cuerpecillo era una masa informe y blanda, semejante a un melocotoncillo verde y mal florado, cuya futura madurez se tornaba algo completamente imprevisible. Pero el tiempo fue corriendo, torrente infinito, y cada año que pasaba no se iba sin dejar su aportación a la curiosa talla del cuerpo de la niña. Se fue revelando una escultura curvilínea, bien marcada… grandes senos, cintura estrecha, henchidas y rosadas carnes recubriendo los prominentes arcos de la cadera. Su extraña mirada de ojillos separados seguía siendo la misma, con su brillo imposible y lejano, como candelas encendidas en lontananza. Pero ahora sus formas eran el blanco favorito de los hombres que apuntaban lo suficientemente bajo con la mirada. Rolliza, voluptuosa miniatura prohibida. Su estatura permaneció inmutable con los años, resultando de aquello una mujer confinada en los talles de una cría. No más alta que las alumnas de una escuela, con aquellas facciones peculiares y esa figura pecaminosa, se conformaba un conjunto extraño que provocaba sentimientos contradictorios. Estaba contrahecha en tan sumo grado que en lugar de provocar horror, inspiraba ternura.
Desde luego su rareza era el motivo principal de su encanto, lo que le hacía exótica, lo que le hacía distinta. Los enanos con números grotescos de humor eran una charrada típica en los circos. Casi todo el mundo había acudido en su más tierna infancia a contemplar junto con sus padres alguna de esas exhibiciones de ‘maravillas humanas’ en las que se exhibían, entre otras cosas, personajes menudos. Pero ese no era el lugar de Rosenrot, que nunca había reído con payasos, ni había visto contorsionistas o domadores de fieras. Su vocación era la música, el baile, el carmín, las plumas, una silla. Igual que la del resto de las chicas que trabajaban con ella en el cabaret; aunque sus virtudes eran distintas, sus sueños eran los mismos. Era el mundo en el que se había criado y le fascinaba; la vida nocturna, el local de dos pisos, las conversaciones de los feligreses habituales sobre el arte, el opio, la luz velada de los focos, el alcohol, los pesados cortinajes de humo, la absenta, la música… todo ello embriagaba los sentidos y purificaba el alma, desterrando a las penas en el olvido al son de acordes inverosímiles.
Y es que Rosenrot realmente tenía talento. Disfrutaba empolvándose la cara, pintando los pequeños labios de rojo intenso. Nunca olvidaba resaltar sus ojos dispares ya que corrían el riego de pasar desapercibidos si no eran subrayados, tan diminutos y arrinconados eran. Tenía de todo a su medida: medias minúsculas, falda de muñeca y un corsé imposible de lo pequeño que era, tan estrecho que parecía hecho para ahogar los flancos de una espigada sílfide. En una caja de caoba guardaba sus joyas favoritas: collares de perlas y gargantillas de cristal. Y como, toque final, los zapatos. Tenía unos preciosos tacones negros con los que se movía elegantemente a la perfección. Habían sido hechos a medida por un laborioso zapatero que se esmeró en dejar patente su pericia con las dos pequeñas obras de arte. Cada detalle estaba minuciosamente escalado, como sucedía con el cuerpo de la dueña de todas aquellas cositas. Salpicada de lentejuelas, brillaba como una rutilante estrella que se forma, pero que nunca crece. Subida en el escenario, nadie echaba de menos esos centímetros nunca alcanzados. Estaba perfectamente proporcionada, tanto que parecía difícil adivinar su tara si no se la veía al lado de las otras chicas. Pero aún así, siempre se escuchaba alguna risa entre el público cuando el telón le daba paso. Algunos comentarios crueles se disolvían algunas veces entre los primeros murmullos burlones. Sin embargo, todo el local enmudecía cuando empezaba a cantar. Verla bailar era una delicia exótica, frágil y sensual…
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