Los duendes de las minas (génesis)


Viven debajo de la superficie, donde nadie puede verlos. El aire que respiran es de piedra, de metal, de grietas y geodas. En todas las partes del mundo en las que el hombre se ha asomado al interior de la tierra ha descubierto que no es un lugar inhabitado. Muy al contrario, antes de que la industria y el dinero reclamasen minas de estaño, de carbón y de diamantes; antes de la primera joya hecha con piedras preciosas; antes, mucho antes, ya había seres poblando los recovecos del subsuelo, extrayendo materiales, asentándose entre minerales oscuros. Kobolds, aldaboneros, mukis, coblynaus, knockers… son infinitos los tipos y nombres que hay de duendes mineros.

Carbonilla es uno de esos seres que habitan en las entrañas de la tierra martilleando, escarbando, buscando materiales útiles de un lado para otro. Como los demás espíritus del grisú, su vida es gris y triste en comparación con la de otros seres mágicos. A sus hogares en el interior de las minas nunca llega la luz del día. Las estaciones caen una tras otra con la monotonía de una flor que se marchita, caen como pétalos secos, mustios… todos iguales, todos aburridos. Carbonilla sabía del invierno porque las rocas eran más frías y quebradizas y porque los animales se refugiaban en las cavernas de la intemperie inclemente. Con la llegada de la primavera las cosas se templaban y los animales dejaban atrás sus escondrijos… pero el aire en el interior de la mina era siempre el mismo, pesado, inmóvil, con un regusto a polvo y rescoldo. Por eso carbonilla salía hasta la superficie, donde su respirar se teñía de flores, sus ojos se deslumbraban con los destellos del sol, el río corría y saltaba con un ensordecedor murmullo de agua que no tenía que ver nada en absoluto con el monótono repicar de las estalactitas y el silencio sepulcral de los lagos subterráneos. Aquello era vida, vida en estado puro. Y a Carbonilla le fascinaba, aunque no terminaba de olvidar que ella era una extraña allí y que su hogar estaba muy por debajo de la tierra que pisaba, y no era un hogar verde, húmedo, fresco y brillante como la hierba que tapizaba esa tierra precisamente.

Pero eso era lo de menos, Carbonilla no se angustiaba por minucias. Le gustaba su mundo subterráneo de minerales y le gustaba el mundo exterior, colorido y poblado de las más diversas criaturas. Primavera tras primavera, ella había conocido cosas maravillosas… y de aquellas que no había podido contemplar, había oído hablar. Se dejó fascinar por la infinita caída de las cascadas, habló con los ciervos, escuchó las canciones de los árboles, lloró con los versos de tristes poetas en el exilio, conoció una noche de luna llena en la que, de repente, el astro se ocultó para reaparecer, hinchado y brillante como siempre, al pasar el rato.

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