¿Dónde están los niños?
Rischa y Azafrán son dos personajes que nacieron en el Metro de Madrid. Este relato pertenece a esa historia y se desarrolla en un universo y circunstancia que no tienen nada que ver con el Flying Mariposita. Sin embargo, no deja de ser el mundo que les vio nacer y siempre me da mucha ternura recuperarlo. Aunque sea un breve fragmento.
Cuando despertó yacía todavía bocabajo contra el suelo. La máscara se
había descolgado y tenía la mejilla derecha hundida en la tierra húmeda. Un
raspón le ardía en la cabeza, empapándole la frente de sangre fría y pegajosa.
Se lamió los labios intentando encontrar un sabor distinto a aquella venenosa
mezcla acre y metálica que le invadía la boca. Al primer intento de moverse, un
latigazo de dolor lo aplastó contra el suelo con su despiadada mano de hierro. Le
costó varios minutos zafarse del abrazo magnético que lo paralizaba y
derrumbaba una y otra vez, como si de una débil virutilla de metal se tratara.
El cuerpo del muchacho respondía a trompicones a las exigencias de su dueño
cuando, por fin, consiguió ponerse en pie con la ayuda del árbol que horas
atrás le había puesto la zancadilla a traición. Con la espalda recostada contra
el tronco, esperó a que el mundo dejase de dar vueltas a su alrededor para
examinarse a sí mismo. Se recolocó la máscara antigás, los guantes, el cinto.
Al menos seguía de una pieza, aunque el tobillo diestro se sentía
preocupantemente hinchado bajo la bota. Y dolía. Vaya si dolía.
Aguardó en silencio, escudriñando en todas direcciones a través de sus
cristales embarrados. Por la parduzca claridad creciente dedujo que el amanecer
se estaba acercando. Tenía que moverse, y deprisa. Con mucho esfuerzo consiguió
hacerse con el control de sus piernas. Avanzaba cansina y torpemente,
renqueando a causa del tobillo herido, hasta que de pronto una idea deprimente
lo golpeó, casi hasta hacerlo caer. La idea de que no tenía adónde ir. Les
había perdido la pista a los niños hacía más de un día, y las horribles huellas
que las bestias habían dejado sobre el pequeño campamento hacían obvio ver que
les había sucedido algo terrible. A Nuria también. Despedazada por monstruos.
Ése había sido el terrible destino que su madre había predicho y que Rischa se
había comprometido a evitar a toda costa. Y, sin embargo, no había podido
eludirlo. El acoso de los depredadores, el hambre, la fatiga… no había servido
nada. La misión había terminado con un desolador resultado de fracaso absoluto.
Rischa había conseguido arrastrarse hasta el margen de un pequeño
arroyo. Se sentía débil, muy débil. Su cuerpo era un pesado lastre que le costaba
horrores arrastrar. Pero mucho peor era cargar con su corazón, un corazón que
se había vuelto iridio de repente. Frío, quebradizo e infinitamente denso,
parecía haberle dejado de latir dentro del pecho. Intentó agacharse, pero
prácticamente se derrumbó al borde del agua. Ya no le quedaban fuerzas para
nada. Lejos del metro, sin víveres… no tardaría en morir. Ya fuera por
inanición o alimentando a las alimañas, el cómo era lo de menos. Lo
verdaderamente importante era que en aquellos momentos no podía aspirar a más.
Y tampoco había nada que el muchacho pudiese hacer para cambiar su suerte.
¿Quizás pegarse un tiro? No le quedaba el suficiente valor. Estaba harto de
violencia, harto de sufrir. No, claro que no. Le tenía demasiado apego a su
vida. Tuviese sentido o no, lo único que se veía capaz de hacer era aferrarse a
ella. No, no se quitaría de en medio. Por el contrario, se arrastraría, sí,
como había hecho durante toda su vida, como hacía toda la humanidad. Se
arrastraría miserablemente aguardando el momento en el que le llegase la hora. Se
hiciese esperar más o menos.
Abrumado, sacó mecánicamente su botella vacía de plástico, sucia y
arrugada. Desenroscó el tapón con dedos torpes y éste sólo necesitó un momento
para saltar y desaparecer en la espumeante corriente. «Poco importa ya», pensaba mientas hundía la botella en el
agua. Estaba fría. Y sabía distinta. Quizás fuese simplemente que no sabía a
polvo y moho, pero lo cierto es que resultaba refrescante y apagaba con rapidez
la sed. Agitó la botella y miró a través de ella. El líquido lucía límpido, tan
cristalino como el aire. Centelleaba coqueto con las primeras luces del alba,
dejando que la luz lo atravesara y bruñera a la vez. Y entonces la vio.
Por un momento creyó que había sido un espejismo, pero bajó la botella y
abrió bien los ojos. No le cabía la menor duda. Allí, río abajo, el mismo traje
aislante de color verde militar. La misma persona adulta que se había llevado a
los niños. Rischa no titubeó ni un momento.
- ¡Tú! – gritó mientras se acercaba dando tumbos hasta la borrosa y, a
la vez, inconfundible figura. Pero ésta no parecía inmutarse. Estaba llenando
su propio bidón de agua con parsimonia, como si hubiese pertenecido a una dimensión
paralela que distase años luz de la de Rischa.
Él empezó a dudar de si realmente era capaz de emitir sonido alguno.
Sentía la garganta penosamente rasposa y su lengua parecía haberse vuelto un
trapo fofo e inútil. Pero no iba a darse por vencido tan fácilmente. Se llevó
una vez más la botella a los labios y dio un largo trago. Cogió aire hondo y
volvió a elevar la voz, esta vez con todas sus fuerzas.
- ¡Eh, tú! Joder, ¿no me oyes? ¡Te estoy hablando!
La neblina estaba empezando a espesarse, pero la distancia que los
separaba era ahora de apenas cinco metros y a medida que se acercaba podía ver
mejor aquella figura. Era más pequeña de lo que había imaginado en un
principio, transmitía incluso cierto aire de fragilidad. El traje aislante
estaba viejo, raído y hecho, como poco, para una persona el doble de grande que
aquella que lo vestía. Pero se la veía, a la vez, tan segura de sí misma… como
protegida por un campo de fuerza invisible que le permitiese bajar la guardia y
moverse a su antojo. Rischa apretó los puños con rabia. El corazón volvía a
golpearle desbocado contra las cotillas. Todos los músculos de su cuerpo se
tensaron en una actitud totalmente opuesta a la de su adversario. Seguía vivo.
Y había llegado hasta allí. Ahora sabía el motivo y tenía una idea clara que lo
que debía hacer. No iba a marcharse de este mundo sin respuestas.
- ¿Dónde están los niños? – bramó. Se oyó a sí mismo una voz quebrada
que no tenía nada que ver con rencor que bullía en su interior con fuerza.
Pero por respuesta sólo recibió una despreocupada mirada de soslayo. No
podía soportarlo más. Cogió el rifle que colgaba en su espalda y con tres
zancadas encaró a aquella abominable criatura. Apuntó directamente al pecho,
quitó el seguro.
- Te he preguntado… – repitió, cogiendo aire con dificultad – que dónde
coño están los niños.
El individuo se quedó parado, vencido hacia el costado, con el pesado
bidón colgando de una mano. Era imposible adivinar las reacciones de la persona
bajo aquél pellejo flácido de plástico, pero Rischa hubiese podido jurar que se
encontraba frente a una respiración relajada y unos nervios tranquilos. Tan
quieto… fue imposible prever el rodillazo que golpeó su entrepierna unas
milésimas de segundo después de que cañón de su arma fuese desviado de un
manotazo.
Perdió el aire que circulaba por sus pulmones. Se dobló como un pelele y
cayó al suelo mientras un montón de puntitos de colores danzaban ante sus ojos.
Primero sintió náuseas. Luego, las moscas hediondas que teñían de negro el
borde de su campo visual fueron avanzando hasta que sólo pudo ver un punto de
luz lejano. Pequeño, tan pequeño, que terminó por desaparecer. Y todo se quedó
a oscuras.
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