Mar: la cala
El día había sido gris y
húmedo, como lo eran casi todos en aquel pequeño pueblo pesquero de Escocia.
Tras horas de lluvia fina, el sol se había asomado tímidamente a la última hora
de la tarde, arrancándole destellos a un mundo que lo reflejaba como un espejo.
Sobre todo el mar.
Blancanieves lo observaba
lánguidamente, sentada en el balcón de proa del Apfelchen, acodada en la
barandilla, con la barbilla descansando sobre los brazos cruzados. La piel fina
de sus pies blancos que colgaban sobre el agua se teñía de un rubor cobrizo con
los últimos rayos de un sol a punto de ponerse.
Había salido a dar una vuelta
cerca de la costa, parándose a descansar al abrigo de una pequeña cala. Probablemente
se quedaría allí a pasar la noche. El puerto y esos malditos escoceses la
ponían nerviosa. Todas las cosas raras que habían pasado esos días… sumadas a
la angustiosa sensación de que alguien la observaba. Constantemente creía sus
movimientos seguidos por unos ojos invisibles que acechaban desde todas partes:
tras las ventanas, entre las rocas, bajo el agua… sentía una creciente presión
sobre el pecho que la empujaba a marcharse. A marcharse muy lejos de allí.
Ardía en deseos de cruzar el
Mar del Norte para volver a casa. O quizás podía embarcarse en un viaje mucho
más ambicioso, rodear África y atravesar Indonesia hasta China, hasta Japón.
Echaba de menos el este de Asia con sus orondos dioses dorados, sus templos
picudos y sus extrañas tradiciones, delicadas a la vez que brutales. Había
conocido todo aquello algunos años atrás y había quedado fascinada por su
belleza, enamorada hasta la médula de los árboles rosas, los fideos con algas…
y las dulcemente inquietantes carpas doradas. Con sus ojos saltones, sus colas
infinitas y sus formas imposibles. Un auténtico alarde de los logros de la
selección artificial. Tanto le fascinaron, que no quiso abandonar Japón sin
llevarse, al menos, un par de ellas.
Aún recordaba las manos de la
joven que se las dio: finas, pequeñas y rápidas. Hacer tatuajes era una
disciplina marginal casi exclusivamente reservada a los hombres, y por ello era
extremadamente raro encontrar a una artista como aquella que dibujó su cuerpo
clavando con maestría una aguja que mojaba en tintas de dolor.
Estaban en una habitación
sobria y espaciosa, cerrada con puertas correderas de papel. Había tenido que
mover muchos contactos para llegar, y allí permaneció durante muchas horas
sumergida entre volutas con olor a incienso y sangre.
De eso hacía ya mucho tiempo.
Y más tendría que pasar hasta que pudiese volver… pero cada instante estaba más
cerca. Ya sólo quedaban dos lunas. Dos lunas y, si ese borracho estúpido no
aparecía con el resto del dinero, se marcharía muy, muy lejos.
A casa. O más allá.
Oh!! Me ha encantado!! La verdad es que se me ha hecho muy corto jiji
ResponderEliminarMe gusta todo, pero especialmente la primera parte, dónde puede verse el mar. Porque a mí me gusta así, quieto y brillante bajo los pies.
Y ahora ya sabemos un poco más de la historia de las carpas!! Ay, que gustillo que hayas retomado los scene ^^
La fotografía, por cierto, es PRECIOSA. Ella en sí lo es, con ése aire melancólico que también tiene el mar. No me extraña que esté más a gusto allí, en la cala, a bordo del velero, que en tierra. Ains… en ésta foto está atardeciendo de verdad… qué bonita…
La foto es genial, como ha dicho deVice es un atardecer en toda regla, aunque a la pobre se la ve tristona.
ResponderEliminarEs genial saber más cosas sobre esta chica, seguro que tiene montones de aventuras tras sus huellas. Espero que próximamente nos cuentes sus andanzas por tierras asiaticas.