El disco rojo

 


Cada vez que pasa, me quedo mirando.

Me gustaría poder decir que la miro a ella, pero no sería justo con la realidad. Lo que mis retinas captan de su silueta dura apenas un instante, unas efímeras décimas de segundo en las que mi corazón se detiene. Pero lo que me obliga a pararme, escrutando largamente el espacio vacío que ella ha cruzado, es un sentimiento que nace más abajo, reptando entre la oscuridad de mis costillas, escondido en lo más hondo de mi pecho. ¿Es admiración? ¿Es envidia? Jamás conocí a nadie tan ligero. Sus movimientos son enérgicos y elegantes, fluidos, como si pudiese huir sin esfuerzo de las leyes de la física; rápidos y precisos, como procedentes de una gracia innata que no puede aprenderse ni enseñarse. Un don divino que los demás solo podemos soñar con contemplar, sumidos en el reverencial silencio de la fascinación más absoluta.

Así la observo yo pasar por delante de mí. Enmudecida. Cautivada. Deleitada. Tan egoísta, que a veces me atrevo a desear prolongar ese momento, frenarla, guardarla un instante más para mis retinas. Y, raras veces, mi deseo se cumple.

Un disco rojo, el silencio abrupto tras el trino artificial que indica el paso seguro a las personas con discapacidad visual. Se detiene, coge aire. Veo los delgados cuernos negros de su frente reflejando las luces de la ciudad. Siempre con el gesto impasible, las pupilas clavadas en el horizonte como si pudiese visualizar su meta a través de cualquier obstáculo corpóreo. Comprueba las ruedas de sus patines. Estira la espalda, se recoloca la carga. Los gestos típicos que cabría esperar de cualquier rider. Pero ella no es cualquier rider: es la más rápida del mundo.

Entonces ahí estoy yo, siempre que puedo, intentando descubrir algo nuevo de ella. Arañando con los ojos hasta el más mínimo detalle de su figura; rápido, muy rápido, antes de que desaparezca de nuevo. Y algo he aprendido de mis breves momentos de investigación. Sé que está fuera de las plataformas de reparto a las que pertenecemos muchos, lo cual, de por sí, ya es bastante inusual. No se junta con nosotros en las horas punta, no comparte sus anécdotas en las horas muertas. Rueda libre de algoritmos, y espero que también libre del miedo al hambre que nos impulsa a los demás. Su mochila y sus bolsas lucen siempre un mismo logotipo: un plato de ramen, pescado, fideos y palillos entrelazados dentro de un pentágono. El Five Corners Ramen, un local humilde y extraño del extrarradio que parece tener más de lo que puede verse a simple vista. Un lugar que no parece necesitar a alguien de sus aptitudes y, sin embargo, le pega. Le pega porque, al igual que ella, tiene ese tipo de presencia silenciosa que no se busca, pero se recuerda.

Y, una vez más, un mismo semáforo corta nuestras rutas de reparto. Pero esta vez, sucede de forma diferente. Yo estoy cansada y aburrida, viendo a la gente arrastrarse delante de mí por el paso de cebra cuando, de pronto, percibo el torbellino gris y naranja de su uniforme materializándose de la nada, tan cerca que casi podría tocarla con solo estirar el brazo. Tan próxima a mí, que hasta el más pequeño de sus detalles cobra una nueva dimensión para mis sentidos. Lo sé, suena mortalmente descarado; pero nada de eso. De hecho, mi primer impulso al tenerla tan cerca es bajar la vista al suelo, en un intento desesperado de no llamar la atención y no parecer una mirona. Veo entonces sus pies, me fijo en cómo cambia la carga de su peso de una pierna a otra. Y, de pronto, inintencionadamente, mi vista periférica descubre algo que me llama inesperadamente la atención. De su mano enguantada cuelga una única bolsa de papel. A simple vista, no parece tener nada en particular: es marrón y lleva impreso el logotipo pentagonal de siempre. Pero la dirección en la pequeña nota que cuelga de una de las grapas tiene algo muy singular. Yo conozco esa dirección. Es la de Martina.

Antes de que pueda darme cuenta, ya llevo demasiado rato mirando: la calle, el número… incluso el pedido. Y lo sé con absoluta claridad en el momento en que levanto la vista y me encuentro con sus ojos rojos clavados en mí. Firmes. Severos. Manifiestamente molestos por la intromisión. Apenas puedo tomar aire para intentar balbucear una disculpa cuando el disco rojo se apaga y ella desaparece tan rápido como antes había aparecido, dejándome de nuevo con la vista perdida en el vacío que hasta hace unos segundos había ocupado su cuerpo, tan intangible como un espejismo.

Yo misma me pongo en marcha. Revivo en mi cabeza, una y otra vez, la bochornosa escena, atormentándome mientras reparto mis propios pedidos de comida. Y entonces pienso que tengo que preguntarle a Martina.

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